sábado, 16 de agosto de 2008

Como en otro planeta

Lo miré fijamente un largo rato, creo que ni lo notó. Yo estaba sentada en las columnitas que tiene la plaza San Martín para que la gente no entre con sus perros y pise el pasto; él estaba sentado cerca, en un banco de plaza, los dos de cara a la catedral. Anduve caminando por la peatonal, comprando algunos regalos y calculando la hora para no llegar tarde a un encuentro. No pude evitar verlo, era demasiado mundano e irreal a la vez, estaba como en otro planeta.

Me senté lo suficientemente cerca como para poder mirarlo detenidamente, pero sin ser demasiado evidente. Y ahí estábamos: yo lo miraba y el miraba a la nada, o a todo. Apoyaba la columna contra el respaldar del banco y su cabeza estaba levemente inclinada hacia atrás, con los ojos bien abiertos veía la tarde irse a espaldas del campanario. Mantuvo los brazos extendidos y reposados por mucho tiempo. Después abrió la boca gigante y dejó aflorar un gran bostezo de cansancio o de aburrimiento quizás; el tiempo no pasaba nunca dentro de la burbuja en la que parecía estar envuelto.

Tenía puesto un gorro de lana mitad violeta y mitad blanco, una bufanda comida por las polillas, una campera de cuero gastado, un pantalón de vestir gris y unas zapatillas de gamuza marrón, de las que se le escapaba un dedo gordo. Su piel era casi tan negra como su pelo, pero no tenía arrugas, lo que podría ser vestigio de una corta edad. Debajo de las cejas gruesas su ceño se había abultado y cada gesto era acompañado y destacado por ellas. Sus rasgos eran de origen boliviano, y su andar propio de los vagabundos, aunque un poco más despreocupado.

Se miraba fijamente las uñas de las manos: “quizás tenga que cortarlas un poco”, fue la ambición más grande que le pude descifrar. Con cara de pensador se frotaba la barbilla, resolviendo internamente interrogantes indescriptibles. Asentía con aprobación o negaba con la cabeza bajo los efectos de un profundo enojo… y todo en silencio.

Miraba otra vez hacia el cielo ensimismado, se desperezaba y dejaba pasar el tiempo jugando con las puntas de sus pies, separándolas y volviendo a colocarlas en el piso, eso lo divertía en demasía y me causó curiosidad. No había nada en el centro de Mar del Plata que llamara su atención, y él no llamaba la atención de nadie más, excepto la mía.

Poco a poco sentí que su mundo, su burbuja me había atrapado, éramos dueños de las calles y nada importaba alrededor. Sonreía cuando el reía, me divertía con quién sabe qué cosa. No sentía el ruido de los autos y los hombres que trabajaban desarmando la carpa de la feria de las colectividades eran solamente sombras automatizadas, sin vida ni gracia.

Una mujer pasó frente al vagabundo a paso rápido, en una fracción de segundo, hablando por teléfono a los gritos, muy ofendida con quien estuviera del otro lado de la línea. La miró con detenimiento y largó una gran carcajada al viento cuando ella terminó de pasar, burlándose de las preocupaciones ajenas y de la abundancia inútil, que en el estado al que había llegado él, ya carecían de importancia. No pude evitar en complicidad, reírme de esa pobre mujer rica; me divertí bastante.

Cuando el sol desapareció por completo, muy lentamente se puso en pié, metió sus manos en los bolsillos y caminó hacia la esquina donde los skaters hacían sus gracias. Yo permanecí sentada, lo seguí con la vista hasta que se perdió entre la gente, caminando en sig sag. Miré al cielo y abrí mis brazos par desperezarme cuando vibró en mi bolsillo el celular.

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