miércoles, 30 de julio de 2008

Las palabras del silencio

Camino a paso ligero por Independencia y Moreno, apretando la carpeta llena de papeles sueltos contra mi pecho, para hacerle una muralla al aire congelado que tiene Julio a las diez de la noche. Ya no siento la nariz por el frío y me maldigo por no haber llevado mis guantes, imaginando el crujir de mis dedos al desmoldarse de la forma de mi carpeta, cuando llegue a la parada del colectivo. Solo levanto la vista para mirar los semáforos en cada esquina, después vuelvo a bajar la mirada y sigo mi carrera como una autista. Contaba ya las últimas baldosas que me separaban de mi destino, cuando me choqué con él. “Disculpe señorita. La ayudo a juntar sus papeles, seguro son más importantes que los míos”, dijo.

Su piel cuarteada y porosa cobró el color oscuro de la noche y parecía que tantas madrugadas en la calle se impregnaron en su cuerpo. Las arrugas de la cara sumaban una por cada año, eran 64. Los labios se le quebraron por el frío de algún invierno y nunca más tomaron su forma habitual. Sus parpados pesados hacían un esfuerzo tremendo para no caer desplomados.

Después del sobresalto por colisión, me volvió el alma al cuerpo en un soplo de calor. Vi al hombre de rodillas juntando mis hojas de Comunicación, agarrando cada una con la punta de los dedos, tratando de tener el menor contacto posible con ellas para no mancharlas con sus manos llenas de polvo. Me sentí avergonzada por esa situación y me arrodillé, precipitadamente, a juntar sus cartones, amontonándolos junto a mi carpeta.

Fueron unos segundos, pero parecieron horas. Volví más lenta mi marcha vertiginosa y junté pausadamente los cartones; él no se animó a levantar la vista para observarme, pero noté que miraba de reojo cada tanto a su carro de chapa, con ruedas de bicicleta, repleto de cartones y estacionado sobre la avenida Independencia. Sus párpados llevaban el peso de la calle, la timidez de los que soportan y la "poquedad" de quien ya no espera más de lo que tiene.

Sentí vergüenza de mí, de haber maldecido (cuadras atrás) salir tan tarde de cursar en la facultad, llegar atrasada a mi casa para comer, cuando mi mamá ya estaba dormida. Sentí un escalofrió en la nuca, debajo de mi bufanda abultada, al ver los hombros caídos del hombre, como si llevara en su espalda un peso tremendo, mucho mayor al que yo soportaba todos los días cargando fotocopias en la cartera.

No pude dejar de mirar su seño fruncido y solo, a tientas, junté los últimos retazos de cartón. Cuando nos incorporamos el tomó con sus dos manos mi carpeta y extendió los brazos para acercármela, tomando distancia de mi lugar. Extendí mis brazos y por un segundo los dos sostuvimos la carpeta simultáneamente; y me miró. Tenía ojos de lechuza acostumbrada a vivir alerta; pero de color negro, como los míos.

Fue un parpadeo, un vistazo y cada uno tomó el lugar del otro. La vereda se volvió oscura, y juzgué que Julio era cada vez más caluroso. Pude sentir la desesperanza de una vida seca y una única meta: conseguir en esa noche, más cartones que los demás. Se me achicó el pecho, volví a sentir vergüenza de mis vanas preocupaciones. Se me cayeron los hombros y me sentí afligida mientras miraba hacia la vereda llena de polvo.

Sin animarme a levantar la vista, retiré mi carpeta y volví a apretarla contra el pecho con mi brazo izquierdo; una mano oscura, cuarteada, con más huellas que las habituales, se extendía hacia mí. Lo miré a los ojos y un extraño brillo brotó de la oscuridad; me estaba dando paz, ilusión y ganas de seguir.

Estreché su mano apresuradamente y sus labios hicieron fuerza para dejar aflorar una leve sonrisa; sonreí.

“Juan”, me dijo;
“Tatiana”, respondí y al instante cada uno siguió su camino, uno a espaldas del otro; algo había cambiado.

1 comentario:

Anónimo dijo...

excelente!
me gusto mucho... he leído todas tus notas, y esta es sin lugar a dudas la mejor... seguí así!