viernes, 10 de abril de 2009

"A sólo dos pesos"

Todas las tardes, yendo a la universidad, se pelean en mí ser, los eternos conflictos humanos. Con la panza caliente por el almuerzo, acurrucada en abrigo de sobra para el frió y con el sueño que da la caricia del sol diluyéndose detrás del vidrio, lucho por no sucumbir al placer mundano de la siestita revitalizadora. Y en esa lucha contra la monotonía de mi viaje diario, encuentro, a veces, algunos aliados fugaces.

El tiene los ojos pequeños y los pómulos se le fueron tan arriba, que le achinan la mirada cuando sonríe. Y en su cara redonda de galleta de salvado, las arrugas se confunden entre la barba y el pelo negro, extremadamente lacio. Petizo y morrudo, su gran misterio se esconde en un bolso de viaje color naranja, roto y sucio por las corridas para agarrar la manija del colectivo.

Es un relámpago que aparece sólo cuando nadie lo espera, o cuando alguien se olvidó de comparar un presente por un aniversario de 37 meses de noviazgo.
El número siempre es par.

“Dos latitas,…cuatro sabores…, ocho pares…, doce colores…, 24 temas… todo a sólo dos pesos, lo que usted estaría pagando al doble en cualquier negocio corriente”.

El mundo cabe en una valija naranja.

Nunca olvido el día que subió con una “chancha” y en lo que tardan cuatro paradas nos hizo deleitar con los 30 éxitos latinos de todos los tiempos, estampados en un CD virgen de sobrecito.

Hoy superó los límites de lo desconocido, allí donde la ciencia no ha podido llegar aún: “Mentitas sabor dulce de leche, cuatro cajitas a dos pesos”. Y el inocente soborno de dejar una muestra al chofer antes de saltar como una ráfaga hacia otro pasamanos de colectivo.

Por no agotar el infalible recurso de la sorpresa y el avasallamiento, nunca sube cuando necesito un par de chocolates rellenos para hacer un presente.

Tatiana Fontana

sábado, 7 de marzo de 2009

Dedos de Algodón

Ese lunes volvía a ver a un viejo amigo, la cita era a las cinco de la tarde en la Catedral. El cielo se caía en una clásica tormenta marplatense de febrero, pero las ganas del reencuentro me pusieron un tapado y unas botas; cinco menos diez estuve en las escalinatas.

La humedad recordaba el calor, pero las gotas caían fuertes y golpeaban, por eso me refugié con mucho otros en el hall de entrada al templo. Los primeros que llegaron ya habían tomado las mejores posiciones y, como algunos otros, tuve que empujar disimuladamente a la muchedumbre hacia atrás para que no me salpicara el desagüe. Apoyé la espalda en una de las columnas de piedra y acomodé mi cartera hacia delante, con las manos en los bolsillos del sobretodo, sin demasiada preocupación por salir al diluvio.

En las baldosas hundidas de la peatonal, el agua formaba grandes lagunas, y me entretuve viendo como las personas se mojaban hasta el tobillo cuando cruzaban huyendo de la lluvia, que, extrañamente, caía en todos lados por igual, sin exceptuar a los maratonistas.
Cada vez éramos más en la entrada de la Catedral, apretados y en silencio. El olor a tierra mojada de la plaza San Martín se volvía parte de la atmósfera. Saqué las manos del bolsillo y volvía a acomodar el morral que me colgaba desde el hombro, distraída en las gotas que me picoteaban las piernas. Saqué del bolsillo delantero mi celular a tientas, ya que guardo mil cosas útiles e inútiles, prevención absurda de mujer. Hablé dos minutos con mi amigo para confirmar la cita y guardé el teléfono en el bolsillo, junto con mis manos apretadas.

Lo sentí en la oreja; esa sensación inexplicable que produce un sobresalto en la mente cuando alguien te clava la mirada. Giré la vista hacia la derecha, sin mover más que mi cabeza. Estaba a mi lado y me miró fijo. Todas las siluetas comprimidas en la Catedral quedaron sin rostro; sólo esos ojos tuvieron personalidad y se inquietaron al verse sorprendidos por mi vistazo. Lo sospeché, pero lo único que recuerdo del intervalo entre el cruce de miradas y la velocidad con la que salió corriendo hacia la lluvia, fue su pelo revuelto. Al ver como se alejaba, saltando los escalones de a dos, quedé pasmada y, aunque ya lo sabía, me resigné a mirar. Tenía el cierre de la cartera abierto y dentro, solo quedaban mis anteojos, como denunciando que mi atención llegó después que lo necesario.

Me sentí vulnerable y tonta, frente a manos hábiles y expertas. Para mí, el o ella se transformó simplemente en una figura asexuada, completamente despeinada, que comenzaba un lunes de trabajo, como otro, en las calles marplatenses.

Tatiana Fontana

sábado, 7 de febrero de 2009

Líneas por acordes

Como un pájaro que abandonó su lugar, cada año regresa al nido, en la ciudad de playas amplias y pobladas, donde permanecen estáticos los recuerdos y el tiempo. Se llevó en el bolso partituras con notas de ángeles, decidiendo que lo más acertado sería aprender a combinar los acordes y las ansias, en la gran Babilonia que sosiega las pasiones infundadas.

Su familia entera se formó en las ferias; su hermano adorna las ilusiones multicolores en los cuellos de las musas, su madre trenza la suerte hilando sucesos diarios en la plaza San Martín, al igual que su doncella, que espera paciente al soñador, envuelta en añoranzas, acunando un retoño.

En la esquina de Rivadavia y Córdoba, cuando a las siete corren furiosos los creativos sobre la calle, esquivando autos y mesas, Marcelo y su trouppe montan, en un suspiro, un escenario de arte remoto.

De su tinta y cincel emergen formas que filetean el colorido del asfalto y sus manchas en el tiempo, llenando de mística el momento fantástico en que alguien brinda su cuerpo al arte del tatuado. “Ofrezco un ritual” dice el artista, que engalana a sus clientes con la idea de una decoración esporádica.

Permanece en un contacto directo con el voluntario y por el tiempo que dura el diseño incita una conexión real en épocas donde lo virtual prospera. El dibujo en temporada es solo un medio para lograr la música en toda la vida. Compositor de líneas y figuras, mecha la ficción con la cotidianeidad, para poder “autosoltarse” las alas, regresando un día como un ave triunfante de largos vuelos a la ciudad de playas amplias y pobladas.

Tatiana Fontana

jueves, 15 de enero de 2009

LA ESQUINA DE ANDRÉS

No había una nube en el cielo a las dos de la tarde.

Los autos cruzaban en las cuatro direcciones de la esquina, algunas veces respetando el semáforo, otras no. Entraban y salían del Bosque Peralta Ramos, los demás seguían sobre Mario Bravo en dirección a la costa, a toda velocidad, por si alguien intentaba adueñarse antes de la porción de arena que les correspondía.

En esa esquina de maniobras sorpresivas, estaba Andrés, como siempre agazapado, aunque pasara desapercibido. El calor de Diciembre le pegaba directamente en la cara y el reflejo del asfalto subía la temperatura un par de grados. Dos gotas de agua le caían cerca de las cejas tupidas y las secó con el antebrazo sin inmutarse. Es de baja estatura y estar tan cerca del suelo también suma al calor.

Determina que lo mejor es sacarse la remera. Tiene la espalda gigante en proporción a su pequeño torso y piernas, y los músculos de los brazos se marcan uno por uno como si se tratara de una vivisección. Posee la postura firme y erguida, y las manos coartadas. Su piel muestra cicatrices como de tierra rajada y cada centímetro de su carne cuenta un pedazo de historia fácilmente descifrable. El sonríe.

Patina la avenida esquivando autos, yendo y volviendo incontable número de veces con su limpiador apretado en las manos. No lo esquivan, no lo miran, no quieren verlo. Sólo se nota su presencia cuando un fantasma moreno tapa el sol en el parabrisas, casi apoyando su limpiavidrios. Las manos se aferran al volante y el pie se pega al acelerador como por obra del prejuicio.

Una vez lo escuché conversar a los gritos con alguien que estaba a media cuadra, mientras limpiaba mi vidrio; resignado, pero con una sonrisa cómplice dijo, mirándome a los ojos: “que difícil es hacerse entender”. Hoy comprendo a qué se refería.

sábado, 18 de octubre de 2008

Un pedido de urgencia

Como cada jueves esperaba en la parada de colectivos de la línea 521, rodeada de las mismas caras que cada jueves me acompañan en el viaje. Octubre mostraba su mejor faceta, nunca había tenido tanto calor a las ocho y media de la noche; y, como siempre, llevaba el bolso de costado y sobre el colgaban, como en un perchero, todos los sacos y saquitos que pensé podría usar.

Con las manos en los bolsillos del pantalón y la columna encorvada por el peso de las camperas y carpetas, miraba fijamente mis zapatos de taco chino, moviendo despacio la punta de mis dedos para ver si la sangre se dignaba a circular después de un día de caminata intensa… vi cerca de mis pies unos pasos lentos y graciosos.

Dejé mi labor de quejarme por partes para seguir con la vista esas zapatillas de lona azul que me causaron curiosidad, levanté la vista lánguidamente y descubrí con extrañeza un personaje que nunca antes había visto a esa hora cerca de Luro e Independencia.

Llevaba un pantalón de jean oscuro, una campera deportiva verde loro y una boina negra. Era flaco y de baja altura, con una barba abultada y anteojos similares a los de Jhon Lennon. Fuera de esto, todo lo que cargaba era llamativo. Tenía el pelo atado con una pequeña “cola de caballo”, sostenida por un broche de flor naranja inmenso, similar a los que usan las adolescentes en su desesperado intento por llamar la atención.

Un pequeño morral le cruzaba desde un hombro y, de él, colgaban dos claveles; tomaba mate con un termo azul, mientras caminaba como un turista, admirado por cada vidriera cerrada y por cada luz de la avenida. Tenía algo más extravagante aún: un cartel pegado en la espalda de la campera, embalado con cinta scotch transparente, en el que se podía ver una foto y algo escrito.

La curiosidad me torturaba y el aburrimiento, que caracteriza mis interminables esperas en la parada, se transformó en un juego de adivinanzas; ¿De quién era la foto?, ¿Por qué el hombre caminaba cómo perdido?; ¿Estaría buscando algún familiar desaparecido, postulándose como letrero andante? Mientras más imaginaba más, fruncía mis ojos en el esfuerzo de distinguir lo que el cartel decía.

Siguió caminando hasta llegar a la esquina de Rossi Rossi, sacó del morral un fibrón y escribió algo que en afiche blanco que estaba pegado en la cabina de gas sobre la vereda, antes de llegar al semáforo. Después cruzó Independencia con toda calma, mientras la gente lo empujaba, apurada por pasar; hizo un alto en medio de la avenida, cebó un mate y terminó de cruzar sin apurarse a pesar de las bocinas. Lo perdí de vista después de cruzar Havanna.

La intriga fue más fuerte. Rápido y cuidando que no pase el colectivo, fui a ver si alguna de mis teorías se comprobaban en su escrito; quedé atónita y desconcertada: Busco novia - 493 2271 - elgatocepeda@hotmail.com

Lo recordé ayer, cuando vi el mismo rótulo de pedido, escrito con fibra roja en un letrero luminoso de la parada de colectivos frente a la catedral.

sábado, 27 de septiembre de 2008

ROBERTO CARLOS, PARA USTEDES

De un lado Mc. Donald´s, del otro él. Casi todos los ojos que caminan sobre San Martín están extasiados por los mil colores y formas expuestos en las vidrieras; y en los bolsillos quema el verde.

A Rubén parece no importarle la apatía, sigue su show como si estuviera en el Auditórium y no en la peatonal. Levanta la vista cuando escucha caer una moneda dentro de su lata, mira sobre los anteojos deslizados hasta el final de su puntiaguda nariz y sigue su espectáculo inmutable.

Hay viento y esta cayendo la tarde, los edificios hacen sombra y octubre todavía no da tanto calor. Todos en su mundo, incluso él. El chaleco de polar negro que lleva sobre la camisa leñadora y la boina de lana (negra también) lo ayudan a mantenerse atérmico y rígido, parado frente a su atril. La única resentida es la guitarra, ya que su armonía empezó a mutar.

Dos broches celestes de plástico que sostienen las partituras y una tira con los colores de Jamaica que gira alrededor de su boina (casualmente similares a los colores de la hamburguesería) son los únicos matices que acompañan la luminosidad del consumo; por lo restante, Rubén mantiene una figura formal, del todo profesional, y responde con indolencia a la indiferencia.

De un lado Mc. Donald´s, del otro él. Casi todos los ojos que caminan sobre San Martín están extasiados por los mil colores y formas expuestos en las vidrieras; y en los bolsillos quema el verde. Pero ¿quién se resiste a un clásico, a un bolero o una balada?

Los peatones pasan a su lado y no lo ven, pero no pueden evitar escucharlo y tararear frente a un vidrio, mirando pantalones de Jean; y cuando notan que Sabina cantando “19 días y 500 noches” no sale de sus mentes sino del costado, automatizados rescatan dos redondas del bolsillo y las tiran en la lata.

Único momento de encuentro entre los dos planetas, cuando su arrugada cara deja aflorar una sonrisa, mirando sobre los anteojos deslizados hasta el final de su puntiaguda nariz y después continúa su espectáculo, inmutable.
“Roberto Calos, para ustedes…”, dice con tono de humildad.