sábado, 14 de junio de 2008

La regla es no pisar la senda

Una leve llovizna cae sobre los paraguas abiertos, generando un ruido ensordecedor a los oídos de los apurados transeúntes; quizás un poco de agua sobre la cara y en la ropa provocaría menos molestia, pero parece que es de mala educación convivir felizmente con los cambios climáticos.

La intersección de Colón e Independencia es un caos; en los seis carriles de cada una de las cuatro esquinas, los autos esperan contando los segundos a que la luz del semáforo se vuelva verde.

Reclinado sobre el volante, con los ojos similares a los de un lobo que mira lo que queda de la avenida en el horizonte, buscando algún punto fijo al que pretende llegar lo antes posible, solo para salir de ese desconcierto de autos y entrar a otro mucho peor. Ya giró en L, en U, en W, ninguna maniobra evasiva lo aleja de esa horrible sensación asfixiante, ¿Cómo se llama? Ah, si, convivencia.

Con el pié en el acelerador, provocando con el arranque un rugido de fiera que va a echar un zarpazo, se sobresalta al ver que las luces del semáforo son cinco. La llovizna confunde las siluetas detrás del parabrisas y solo vislumbra a un joven delgado, alto, de grandes y manchados brazos, parado a unos pasos de la senda, con una vara de fuego en las manos.

Marcos tiene pantalones con pequeños cuadraditos marrones y grandes manchas negras provocadas por el humo. Sostiene la vara desde el medio, prende con un chispazo de encendedor cada uno de los extremos y comienza su rutina, que dura lo que tarda la luz roja en prenderse. Usa una musculosa que tiene las mangas mal arrancadas, pero que le permite mayor control a la hora de los malabares.

Gira la vara alrededor de su cuerpo inerme, formando alucinantes figuras en la oscuridad de la noche. Camina hacia atrás, adelante acompasando su cuerpo a los movimientos de las flamas.

Los peatones cruzan por la senda, con la mirada clavada en el asfalto resbaladizo, y sólo notan al joven cuando sus mejillas sienten un hilo de calor. “¿Señora le gusta el riesgo?” bromea el artista.

Tira el bastón al aire, lo toma al caer y sigue moviendo con pericia sus grandes pero livianos brazos (lampiños por el fuego), mientras su cintura se quiebra evitando las llamas. Los extremos encendidos golpean las pequeñas gotas de lluvia y las hacen parte del espectáculo visual.

Los ojos del lobo se abren extasiados, suelta el volante lentamente y solo atina a meter su mano en el bolsillo del pantalón para sacar algunas monedas grandes. El último truco de Marcos le causo un escalofrío: cuando el muchacho giro la antorcha encendida sobre su cabeza y la tomó con ligereza después de tres vueltas, el automovilista quedó espasmódico.

El malabarista hace una leve reverencia y se aproxima a la fila de vehículos, manteniendo en el brazo en alto la antorcha encendida, y la cara chorreando de lluvia y sudor. La ventanilla baja lentamente, sale del auto un brazo con el puño cerrado lleno de monedas. El conductor no se atreve a mirarlo, la vergüenza que genera el asombro en los que no son susceptibles, es incomparable.

Marcos sonríe, coloca la palma abierta debajo del puño y siente caer las monedas. “Señor, no matemos al artista”, dice con un tono de complicidad antes que el conductor anonadado coloque todo su peso sobre el acelerador y siga conduciendo en línea recta, pero sin certezas.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

¡¡¡¡¡ay, si yo lo vi!!!! lo describis igual. Felicitaciones
micaela

Anónimo dijo...

nunca antes deje un comentario alucivo a tus notas,eso no significa que no las haya leido y que no me hayan gustado. me gusta mucho como escribis y describis personajes, y el arte.estan muy buenos tambien los dibujos.vas muy bien en esto, se nota mucho que te gusta.suerte... damian.

Anónimo dijo...

personalmente no me gustan los malabares asi que para una persona como yo este articulo estubo demasiado bien escrito. me hizo revivir esa incomodidad que siento en los semaforos al ver a estas personas haciendo su arte.
dentista.