sábado, 7 de marzo de 2009

Dedos de Algodón

Ese lunes volvía a ver a un viejo amigo, la cita era a las cinco de la tarde en la Catedral. El cielo se caía en una clásica tormenta marplatense de febrero, pero las ganas del reencuentro me pusieron un tapado y unas botas; cinco menos diez estuve en las escalinatas.

La humedad recordaba el calor, pero las gotas caían fuertes y golpeaban, por eso me refugié con mucho otros en el hall de entrada al templo. Los primeros que llegaron ya habían tomado las mejores posiciones y, como algunos otros, tuve que empujar disimuladamente a la muchedumbre hacia atrás para que no me salpicara el desagüe. Apoyé la espalda en una de las columnas de piedra y acomodé mi cartera hacia delante, con las manos en los bolsillos del sobretodo, sin demasiada preocupación por salir al diluvio.

En las baldosas hundidas de la peatonal, el agua formaba grandes lagunas, y me entretuve viendo como las personas se mojaban hasta el tobillo cuando cruzaban huyendo de la lluvia, que, extrañamente, caía en todos lados por igual, sin exceptuar a los maratonistas.
Cada vez éramos más en la entrada de la Catedral, apretados y en silencio. El olor a tierra mojada de la plaza San Martín se volvía parte de la atmósfera. Saqué las manos del bolsillo y volvía a acomodar el morral que me colgaba desde el hombro, distraída en las gotas que me picoteaban las piernas. Saqué del bolsillo delantero mi celular a tientas, ya que guardo mil cosas útiles e inútiles, prevención absurda de mujer. Hablé dos minutos con mi amigo para confirmar la cita y guardé el teléfono en el bolsillo, junto con mis manos apretadas.

Lo sentí en la oreja; esa sensación inexplicable que produce un sobresalto en la mente cuando alguien te clava la mirada. Giré la vista hacia la derecha, sin mover más que mi cabeza. Estaba a mi lado y me miró fijo. Todas las siluetas comprimidas en la Catedral quedaron sin rostro; sólo esos ojos tuvieron personalidad y se inquietaron al verse sorprendidos por mi vistazo. Lo sospeché, pero lo único que recuerdo del intervalo entre el cruce de miradas y la velocidad con la que salió corriendo hacia la lluvia, fue su pelo revuelto. Al ver como se alejaba, saltando los escalones de a dos, quedé pasmada y, aunque ya lo sabía, me resigné a mirar. Tenía el cierre de la cartera abierto y dentro, solo quedaban mis anteojos, como denunciando que mi atención llegó después que lo necesario.

Me sentí vulnerable y tonta, frente a manos hábiles y expertas. Para mí, el o ella se transformó simplemente en una figura asexuada, completamente despeinada, que comenzaba un lunes de trabajo, como otro, en las calles marplatenses.

Tatiana Fontana

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